martes, 17 de mayo de 2011

Mercado, Pobreza y Élites perdidas en el Ecuador


Desde la comodidad urbana de ciertos sectores de Quito son menos visibles las historias de pobreza que los suburbios de nuestro Ecuador esconden. A la aislada élite de entre las montañas le llegan tan sólo noticias, meras impresiones quizás, retazos de una realidad polarmente distinta en la que viven tantos compatriotas. Lo mismo pasa en las ciudades de Guayaquil, Cuenca, Loja, Manta, y todos los centros urbanos donde el relativo progreso ha tejido un velo de parcial comodidad. Los dos millones de ecuatorianos que viven en extrema pobreza, con menos de un dólar al día, son casi imperceptibles desde la urbanidad, sombras detrás de un número, alarmante sí, pero número en fin. No hay tiempo para tener conciencia de lo que significan seis ceros tremendos de miseria cuando se vive enredado entre la apresurada modernidad, el exigente trabajo, la agitada y siempre preocupante política, las eliminatorias del mundial y los desastres internacionales. Entonces, sin previo aviso, como si se tratara de un error, nos enteramos de un crimen.
El hijo de la vecina, quizás él, u otro, alguien lejano y cercano de repente, fue asesinado el día que recibía su cheque, el salario de un cajero suele ser bajo, y sin embargo fue asesinado. Otra noticia lo acompaña, pues a un taxista le pasó lo mismo, y a un supervisor de ventas, y a la pobre señora dueña de un pequeño local de comida. Y, como dije, sin previo aviso, todos estamos asediados por la delincuencia. En Guayaquil están peor, relata un diario, de esos que por su morbo dejan un espacio tibio para la tragedia. “Lo despacharon a balas”, escribe, y dibuja una de las miles de historias que lamentablemente no paran de repetirse. Entonces, por fin, el alcalde propone un helicóptero que patrulle la ciudad.
Pero el helicóptero patrullero no es de ninguna manera una solución. Mientras Correa y Nebot se disputan la participación, la cobertura y el comentario más considerado, el velo del que ya hablé vuelve a cubrir la ciudad y, de nuevo, oculta los dos millones de ecuatorianos que viven en extrema pobreza.
Se pierde de vista la verdadera raíz del problema: el desempleo, el subempleo y la informalidad. Las rejas se alzan sobre el delincuente antes de que cometa el crimen, la realidad en la que vive lo condena, la pobreza lo prepara y la falta de oportunidades pone el arma en su mano. Cabe decir que la tragedia de la pobreza no sólo es visible a través de la delincuencia, las múltiples historias de separación familiar y de desarraigo que rodean a cada migrante son otra triste consecuencia de la falta de recursos. Cómo no entender entonces que lo que hay que combatir es aquel tremendo cincuenta por ciento de subempleo que hunde nuestro país.
Resulta irónico que una nación rica en petróleo, con clima envidiable, tierra fértil, paisajes maravillosos y flora y fauna únicas en el mundo no pueda generar ingresos dignos para sus habitantes. Ecuador, una de las naciones más pobres de Sudamérica[1], cuenta con todo lo necesario para dejar de serlo. Todo menos un eslabón muy importante: las instituciones políticas correctas.
Oscar Arias, presidente de Costa Rica, elaboró en uno de sus discursos una comparación ilustradora: “Hace 50 años, México era más rico que Portugal. En 1950, un país como Brasil tenía un ingreso per cápita más elevado que el de Corea del Sur. Hace 60 años, Honduras tenía más riqueza per cápita que Singapur, y hoy Singapur –en cuestión de 35 ó 40 años– es un país con $40.000 de ingreso anual por habitante. Bueno, algo hicimos mal los latinoamericanos.”[2]. Definitivamente, algo hicimos y continuamos haciéndolo mal los ecuatorianos.
Diríase que somos increíblemente crédulos, olvidadizos y manipulables; completamente vulnerables al vaivén político, siempre lleno de mentiras y calles sin salida. Con el tiempo, no es el pueblo ecuatoriano el que ha aprendido a descifrar la comedia en la que se disputan votos sus dirigentes, son los actores políticos los que se han vuelto más astutos, han refinado sus discursos y han logrado eliminar las líneas que separan al heroísmo del caudillismo, al pasado del olvido, a la revolución del alboroto y de la simple ceguera. En los últimos años, Ecuador y otros países de Latinoamérica se han hundido en un pozo de ismos, batallas ideológicas que se disputaron en un mayo francés[3] hace medio siglo y que plantearon una pregunta que la historia se ha encargado de responder.
Ya en 1960, el máximo líder de la República Popular China, Deng Xiao Ping, pronunció una frase que recorrió el mundo: “da igual que el gato sea blanco o negro, lo importante es que cace ratones”. El día de hoy, China es la segunda economía del mundo[4], y, aunque le falte un largo camino por recorrer, no se puede soslayar el desarrollo que consiguió añadiendo algo de libre empresa a su sistema.
Japón, un país de menores dimensiones que China, por ende más adecuado para una comparación con nuestro Ecuador, vivía un verdadero “milagro económico” en los años setenta. El pragmatismo de la nación del sol naciente defendió el comercio, el respeto al mercado y el apoyo a la inversión. Estas condiciones eran similares a las que reinaban en Singapur, Taiwán, Hong Kong y Corea del Sur, países mundialmente conocidos por su progreso como los cuatro “tigres asiáticos”.
“Es preferible generar más oportunidades que igualarlas”, murmura el siglo XX y siembra la sospecha de que quizás el tan acusado “capitalismo” contenga algo imprescindible para el desarrollo. Algo que Chile ya comprendió e institucionalizó: El respeto al trabajador, al fruto de su trabajo y al derecho a comerciar con él. Ecuador, sin escuchar aquel murmullo, ata su economía a un circo de controles de precios, de subidas de salarios, mínimos y dignos, de techos a las tasas de interés, de aranceles, de cupos de importación, de codazos a los bancos, de amenazas de no pago de la deuda y de ataques a la prensa. Venezuela e Irán, nuestros nuevos prospectos comerciales, aplauden el espectáculo mientras que el ahorro y la inversión, generadores de riqueza, salen por la puerta de atrás.
El pueblo ecuatoriano, como Macondo antes de Melquíades, padece la peste del insomnio y la enfermedad del olvido. Confundido por la politiquería, las promesas mesiánicas y la colorida propaganda, es incapaz de recordar y leer los eventos. No lo juzgo, pues hacerlo equivaldría a pedir que el agricultor entienda de abogacía, economía y política; ¿acaso el asambleísta debe conocer sobre arados, injertos y legumbres? Quedan las élites como únicas responsables de forjar un cambio institucional, y quedan también como únicas culpables. En sus manos yace la vida de aquel cajero asesinado por un manojo de billetes.
El cambio correcto debe partir de las élites, como ya mencioné. Éstas deben construir un ambiente de respeto, de estabilidad jurídica y solidez financiera que permita al trabajador crear riqueza. Utilizando los mismos artificios de comunicación que la última década han servido de cortinas de humo, deben lograr que dicha propuesta sea popular a los ojos del pueblo y así evitar que se torne cortoplacista y frágil frente a la democracia.
Los pequeños y medianos inversionistas, los generadores de empleo más importantes y al mismo tiempo, más afectados por la inestabilidad, deben encontrar tierra fértil en nuestro país para hacer crecer sus proyectos. Esto solamente se puede lograr con una ley inquebrantable y concisa y un aparato estatal adecuado que exija trámites burocráticos mínimos al emprendedor.
Además, se debe flexibilizar el código laboral, cómplice de los altos niveles de subempleo en nuestro Ecuador. Las leyes que prometen proteger al obrero y otorgarle una vida digna, terminan por enmascarar la realidad. No corresponden a la verdadera situación de nuestra economía y lo que consiguen es incrementar el sector informal, donde la inseguridad y la precariedad contractual son inmensurables.
Una real transformación de nuestro país no puede ser simple. Dada la severidad de la pobreza y el tremendo desorden institucional, se necesitan cambios integrales en la política ecuatoriana. Peca de superficial cualquier propuesta que no contemple un abandono profundo de los parámetros por los cuales nos hemos guiado en el pasado.
Aunque la economía de la prosperidad puede ser simple de comprender desde la academia, es la política de la prosperidad la que es realmente compleja. El verdadero reto está en llevar al país por esa senda en la que el comercio y el mercado permitan al emprendedor generar empleo. La popularidad de las reformas depende de la capacidad de las élites de comunicar libertad y respeto al trabajador. Élites que, si miraran de cerca y con ojo crítico a las miles de familias que viven en miseria, podrían entender que la delincuencia es sólo un síntoma de la grave situación que atraviesa nuestro país y comprender cuán urgente es abandonar aquellas ideologías que han demostrado ser tan poco pragmáticas e ineficaces cuando se trata de generar progreso.


[1] Basándose en observaciones del PIB/cápita. Fuente: Banco Mundial.
[2] Oscar Arias. Discurso en la Cumbre de las Américas. Trinidad y Tobago, 2009.
[3] Referencia a la revolución de Mayo de 1968 en Paris, Francia.
[4] Basándose en observaciones del PIB. Fuente: Banco Mundial.

lunes, 2 de mayo de 2011

Ayn Rand

"No hay diferencia entre comunismo y socialismo, excepto en la manera de conseguir el mismo objetivo final: el comunismo propone esclavizar al hombre mediante la fuerza, el socialismo mediante el voto. Es la misma diferencia que hay entre asesinato y suicidio."