jueves, 5 de enero de 2012

El Jardín de Bonsais.

Al comienzo el valle estaba cubierto por un bosque frondoso habitado por árboles de todo tipo. Eran altivos y bellos, con sus ramas se permitían cubrir el paisaje sin dejar claros a la luna. Ocurre que éste bosque era muy peculiar: se hallaba en guerra.



I

Al comienzo el valle estaba cubierto por un bosque frondoso habitado por árboles de todo tipo, altivos y bellos, que con sus ramas se permitían cubrir el paisaje sin dejar claros a la luna. Ocurre que éste bosque era muy peculiar: se hallaba en guerra.

En la mitad del valle se podía encontrar un amplio lago color vino tinto, cualquier visitante que viera la orilla adivinaría que el lago ejercía un efecto extraño sobre los árboles, éstos parecían estirar sus ramas para acercársele, como disputándose sus aguas sin poder tocarlas. Los árboles, inclinados sobre el lago, se amontonaban, se enredaban y alargaban sus troncos como si en el vientre de aquellas aguas se encontrara un imán. El bosque, visto desde los cerros, era increíblemente tupido e impenetrable en los rededores del lago mientras que se permitía más espacios en sus lejanías y contornos.

Se sabe que por las venas ocultas en las ramas de los árboles no corría savia ni clorofila sino sangre, púrpura sangre latía en el interior de los troncos. El lago le debía su color vino tinto a la sangre que derramaban los árboles al morir. Muy pocos conocen el resto: los árboles se sentían atraídos por el olor de la sangre de sus muertos, los sedaba y los alimentaba. El lago recogía aquellas aguas y ofrecía embriaguez a los que ostentaban sus orillas. El sentimiento de poder al consumir aquel perfume era innegable y moraba en lo profundo de la naturaleza de los árboles del valle.  Amaban el olor del lago.

II

La historia que cuenta el valle con nostalgia de aquellos tiempos de bosque frondoso y árboles imponentes comienza con un sauce. Uno de los más grandes árboles que se podía ver en la orilla del lago. Sus anchas ramas eran respetadas incluso por los altos secuoyas y por los fortísimos robles que le avecinaban. De sus hojas emanaba un aire peculiar, casi imperceptible, una mezcla de arrogancia y aparente sublimidad. Su silueta demandaba sumisión, su grueso tronco denotaba poder y nobleza, inquebrantable fortaleza y antigüedad.
Sin embargo, el sauce ocultaba un miedo, el temor a perder su sitio a la orilla del lago. Conocía muy bien el respeto que por él sentían sus compañeros, pero entendía también que su puesto era envidiado. Con el pasar de los inviernos sus curtidas ramas se habían debilitado, aunque aparentaban su legendaria fortaleza, el sauce sabía que ya no guardaba la misma energía de antaño. Se sentía una cáscara, una hoja reseca. Había visto sucumbir a los más grandes árboles con el pasar de los siglos y temía abrazar aquel destino tarde o temprano.
Por la noche, levantaba la vista y recorría con ella los pasajes más alejados del bosque. Miraba a aquellos desafortunados árboles viviendo tan lejos, alimentados de sangre solamente por la ocasional muerte de alguno de sus compañeros o por un viento extraviado que partiera del lago y fuera a terminar allá. Sentía un remordimiento extraño e innombrable en sus entrañas. Cuán injusto había sido el valle con ellos!
Fue una noche de aquellas la que decidió hablar con los árboles de la lejanía.

II

El otoño siguiente el bosque había cambiado. El murmurar inquieto de las ramas sugería ansiedad. Los árboles esperaban impacientes la decisión de aquellos que ocupaban la orilla. Los secuoyas y los robles sentían el riesgo de perder su puesto privilegiado y consideraban con nerviosismo la propuesta del sauce.
Había transcurrido ya casi un año desde la noche en la que los árboles del rededor prometieron invadir las cercanías del lago, eran numerosos y parecían decididos. Para aplacarlos, el sauce prometió algo descabellado, casi insolente y sin embargo interesante: Construiría con su madera un jardinero. Éste tendría la obligación de mantener el agua del lago lejos del bosque y, además, recogería con una vasija la sangre necesaria para aplacar la sed de cada árbol por igual. El jardinero se encargaría de rociar los troncos todas las tardes, caminaría recorriendo las lejanías del valle hasta llegar al lugar alguna vez ocupado por el lago. Allí, un monumento hecho de la madera más noble le serviría de hogar.
 Se sabía que la insatisfacción reinaba en el valle y se podía oler la revolución. Era difícil para los sequoias  dejar atrás el privilegiado puesto junto al lago, sin embargo el bosque enardecido gritaba “¡égalité!” y se volvía imposible no sentir la amenaza.
Al fin, después de algunos días de confusión e incertidumbre, un roble arrancó una de sus ramas y la ofreció para el monumento que se haría frente al lago, mostró así su apoyo a la propuesta del sauce y dijo:

-  Compañeros, ha llegado el momento de entender que lejos de nuestros hogares existe un bosque que no puede respirar de las corrientes púrpura del lago. Hay árboles que sobreviven en la precariedad de los suburbios donde quizás llegue un débil olor o un viento perdido de los que saben a sangre empolvada y que jamás llenarían nuestros pulmones. Ese bosque que vive en la lejanía hoy grita ante nuestras puertas y demanda igualdad. Muchos de ustedes ni siquiera sabían de su existencia, sientan vergüenza. Es la sangre de ellos la que llena el lago que nos alimenta.
Este valle es nuestra patria, sólo mediante la igualdad podrá ser patria también para ellos, para los pinos, para los manzanos y para los arbustos. No podemos decir que amamos el valle en que vivimos sin antes entender que amor a la patria es también amor a la igualdad. Construyamos entonces un monumento en el que vivirá el jardinero que ha de traer justicia para todos los árboles que hoy han sido  libres de gritar su descontento.
El corto discurso, acompañado por el golpe seco de la rama del roble al caer, dio paso al silencio y a la espectativa. La propuesta era tan revolucionaria que sus consecuencias se sabían insondables de antemano y pensar en ella era poco práctico. En momentos como aquel, cuando todo esta a punto de cambiar, solo importa cuán coloridos y brillosos puedan ser los frutos de las ideas, ya pasó el tiempo para meditar sobre sus raíces.

       - El jardinero aplacará al resto del bosque que hoy amenaza y además podrá escucharnos y escucharlos también a ellos en caso de que sea necesario pedirle algo. – Exclamó el sauce con firmeza.
Y aquel fue el nacer de una nueva era, la del jardín de bonsais.

III

El jardinero fue construido con las ramas del sauce y su hogar adornado con madera de roble y sequoia. Vivía en el centro del bosque, las miradas de los altos árboles le daban sombra, protegían y vigilaban.
Su primera tarea fue recoger el líquido púrpura del lago y guardarlo en los interiores de su casa. Siempre recordando regar a los árboles del bosque con la sangre que necesitasen para mantener la rigidez de sus ramas y el color de sus hojas. Los árboles confiaban en él, el cambio había sido tan brutal que muchos estaban emocionados y se sentían ebrios de alegría al ver el amanecer de la nueva época. Además, recibían su dosis de sangre de las manos del jardinero, resultaba casi irracional no aceptar su magnanimidad y altruismo.
Sin embargo, por las venas del jardinero también corría sangre. Su carne era de madera, y todo lo que habitó alguna vez en aquel sauce vivía en su interior. Como al resto de árboles, al jardinero le asechaba la misma sed y la misma necesidad. Las aguas color púrpura le atraían, le daban vitalidad y genuino sentimiento de poder. Se pasaba las horas recogiéndolas y guardándolas en su hogar.
Una tarde, mientras que contemplaba el valle desde las alturas, pensó:
Aquel conjunto de árboles había creído ingenuamente que podría ejercer algún control sobre él. Imaginó cómo se verían si los podara, si cortara sus raíces y los convirtiera en bonsáis. Seguramente haría falta menos sangre para saciar a todo el valle. Sobraría más para él y para su monumento. Era una idea que le atraía como atraen las alturas a la hiedra. Quizás ofrezcan resistencia unos pocos árboles, pensaba. Sin embargo, sus movimientos eran torpes, poca comunicación tenían entre ellos, y, aunque la tuvieran, el que vivía en el monumento era él.
Al día siguiente emprendió la tarea de podar a los árboles del bosque. A los más grandes fue necesario darles dosis extra de sangre antes que, cegados por su olor, aceptaran embrutecidos todas sus acciones.
Al final, el jardinero había crecido tanto en tamaño y en fuerza que los bonsáis del recién fundado jardín eran incapaces siquiera de mirarle a los ojos. Lo que una vez fue un imponente bosque era ahora el jardín de un palacio. Los atrofiados árboles vivían contentos con la existencia del monumento donde vivía su amo, de donde brotaba el agua púrpura que los alimentaba y en cuya puerta habían escrito con satisfacción inolvidable la palabra “Democracia”.






Alejandro Veintimilla.

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