Treinta ciudadanos del pueblo Lejano gritaban frente al Palacio,
reclamaban el agua que se les había quitado. En el Palacio trabajaban miles de
personas, sus innumerables salas y oficinas se extendían a lo largo de varias
cuadras. Miles de ventanas miraban las carreteras que lo rodeaban. Frente a sus
puertas caminaban oficinistas, mendigos, comerciantes y turistas. El Palacio parecía
abarcar todo el centro de la ciudad. Era tan grande que los treinta ciudadanos
que gritaban por el agua pasaron totalmente desapercibidos hasta que, al tercer
día, un grupo de personas se les unió.
No se les unieron burócratas, ellos viven en el interior del Palacio;
tampoco se les unieron empresarios, puesto que tienen poco tiempo libre; fue un
grupo de estudiantes y periodistas que caminaban por la calle. Vieron a los
pobres hombres con sus pancartas en el aire, gritando con la furia que solamente
puede sentir quien ha vivido una injusticia. A los treinta hombres se les había
quitado el agua, sin previo aviso ni explicación alguna.
El nuevo grupo se sumó a la manifestación, llamaron a sus conocidos,
tweetearon, bloggearon, redactaron en periódicos y hablaron en radios a favor
de la causa. La siguiente semana, a las orillas del Palacio habían quinientas
personas gritando, reclamaban que se devuelva el agua a los habitantes del
pueblo Lejano.
Tras las ventanas del Palacio, el barullo comenzaba a molestar a los
burócratas, quienes a pesar de haber elevado el volumen de la música, no podían
concentrarse y continuar con sus papeleos e importantísimas funciones diarias.
Todos concordaron con que la situación podía complicarse, era preciso reunir a
los más altos funcionarios y esperar a que señalaran un curso de acción. Urge
una respuesta a los manifestantes, un discurso quizás, sugirieron los
burócratas. Los altos funcionarios, malhumorados, decidieron celebrar una
reunión esa misma tarde, después del almuerzo en el restaurant, de las
entrevistas y de la sesión de fotos, claro.
La reunión duró casi una hora. Cansados, los altos funcionarios,
decidieron celebrar la decisión con una copita de champagne. Después, se
acomodaron en los sillones, practicaron sus sonrisas y dejaron entrar a sus
periodistas. Éstos mandaron a rocoger las copas y a distribuir vasos de agua en
cada asiento. Comenzada la rueda de prensa, tuvieron la oportunidad de hablar
de cómo el increíble Juan Quiroz había logrado una medalla de oro para el país
y de la cuantiosa suma que el Palacio, siempre preocupado por el deporte, le
había otorgado para que construya un gimnasio en su pueblo natal (uno de los
funcionarios se sonrojó al ver la foto que le habían tomado junto al alcalducho
del pueblo). Comentaron sobre las importantes alianzas internacionales y sobre
el hermoso puente que acababan de inaugurar y que llevaría el nombre de uno de
ellos. Después, tras un cambio de cámara y una breve pausa, reemplazaron las
sonrisas por ceños fruncidos y rostros enervados, llenos de sangre. Había
llegado el tiempo de las acusaciones. Blandieron sus dedos amenazadores,
alzaron sus voces y en el nombre de la patria retaron a que se pruebe esto y
aquello. Sintieron tristeza por la oposición, guiada por “los mismos corruptos
de siempre”. Al final, tajantes, señalaron que el pueblo se merece la verdad, y
se la contaron.
¡Corten! -dijo el director-, ¡perfecto!, ahora, como habíamos quedado,
agarre el micrófono con la mano y vuelva a abrocharse el botón de la camisa,
sí, cruce las piernas y hable con tranquilidad. El funcionario, feliz por haber
contratado a un director tan experto, se dirigió a la cámara y comenzó a hablar
sobre el problema del agua en este pueblo Lejano. En pocos minutos, señaló que
no había tal falta de agua y que se trataba de un complot más en contra del Palacio.
Se estaba orquestando un ataque corrupto que ponía en riesgo la seguridad
ciudadana y que debía ser ignorado.
Por último, anunció que en la misma plaza en la que se hallaban los
manifestantes, se llevaría a cabo un evento para conmemorar la muerte del
revolucionario Ché Guevara. Habría artistas invitados, juegos y animadores.
Además, los altos funcionarios del Palacio festejarían junto al pueblo y uno de
ellos daría un discurso. Sería un día para recordar.
¡Perfecto!, ¡Excelente! - dijo el director, manden la cinta a edición y
sáquenla al aire a las siete y media, anuncien el evento por las radios y
envíenlo a la otra prensa.
El Palacio mandó a llamar a sus asistentes, un grupo de profesionales de
alto nivel a los que se les pagaba cuantiosas sumas de dinero. El sociólogo, el
politólogo y el experto en comunicación diseñaron el evento minuciosamente.
Planearon cada detalle, desde la llegada en helicóptero de los funcionarios del
Palacio hasta las obras de arte que se exhibirían ese día. El economista señaló
que los fondos necesarios podían sacárselos sigilosamente a los empresarios
mediante ciertos ajustes en el mercado de dinero. Añadió que éstos, siempre
ocupados y en competencia, difícilmente se organizarían para dar frente a la
artimaña. Finalmente, el abogado, un renombrado doctor en leyes, se ocupó de
armar un caso en contra del líder del grupo de manifestantes del pueblo Lejano.
La situación estaría bajo control.
Dos días después los habitantes del pueblo que se había quedado sin agua
vieron cómo en el centro de la plaza empezaba a gestarse el evento. Al
principio, se armó una gran tarima, instalaron las luces, hicieron pruebas de
sonido y colocaron dos grandes pantallas. Después, llegaron los delegados del
Ministerio de Cultura y comenzaron a colocar cuadros del Che por todos lados.
Poco a poco, la plaza se lleno de gente que esperaba pacientemente a que
llegaran los altos funcionarios y los artistas invitados. Entre la muchedumbre,
habían magos, payasos y vendedores ambulantes; uno que otro famoso siempre
acompañado de cámaras y reporteros; burócratas, que habían decidido tomarse un
día de vacaciones; extranjeros, gente de provincia y turistas. La plaza se
vestía de colores, como en un día de carnaval.
Indignados, los manifestantes alzaron sus pancartas y empezaron a
gritar. Pero esto ya estaba previsto. Se dio la orden de que tocaran las bandas
de pueblo y de que se iniciara el show de juegos pirotécnicos. El ruido del
evento pronto opacó al que salía de las cansadas gargantas de los
manifestantes, convirtiéndolo en un murmullo casi imperceptible.
La mayoría de los transeúntes no los regresó a ver, la prensa los
ignoró, solamente unos pocos notaron la presencia de lo que se convirtió en un
grupo al otro lado de la plaza que había aprovechado el evento para pedir
alguna cosa.
Comenzaba a sentirse la “querida presencia” de Ernesto Guevara y el Palacio
era más grande y majestuoso que nunca. Miles de personas habían llegado a la
plaza, todos revolucionarios. Disfrutaban de los juegos ecológicos que el
Ministerio del Ambiente pusiera en una de las esquinas; escuchaban la
declamación de poetas elegidos por el Ministerio de Cultura y hacían filas para
recibir los libros que repartía gratuitamente el Ministerio de Educación. Más
allá, otro ministerio había contratado a un grupo de mimos que repartían
algodones de azúcar a los niños que aceptaban colocarse la boina del Ché. Por
ésa esquina entraron algunos de los funcionarios del Palacio, rodeados de sus
cámaras y de sus reporteros. Sonrientes y complacidísimos, anunciaron que el
evento sería un éxito y agradecieron a los miles de ciudadanos que “amaban la
patria” por haber hecho posible ésta “hermosa celebración”.
Una hora después, todos tuvieron que mirar hacia arriba puesto que entre
las nubes llegaba un helicóptero pintado de los colores patrios. Las bocas
abiertas de los abuelos y los dedos de los niños que señalaban al cielo fueron
fotografiados para el periódico del día siguiente. Aterrizó en un círculo junto
al escenario. La gente se amontonó para ver a los altos funcionarios, éstos,
bondadosos, habían traído camisetas de regalo. Además, cada uno de ellos
llevaba de la mano a un niño muy pobre que no conocía la capital, si no fuera
por ésta especial celebración, probablemente no la hubiera conocido nunca. Los
niños recibieron un algodón de azúcar de sus respectivos funcionarios y posaron
frente a las cámaras junto a la bandera del Ché. El Palacio, magnánimo,
regalaba al pueblo una tarde memorable.
***
Al otro lado de la plaza, los manifestantes poco a poco fueron
disminuyendo en número, algunos encontraban escusas, otros sin reparos
declaraban que iban a visitar la fiesta. De los quinientos quedaron quizás
cincuenta. Desanimados, bajaron sus pancartas y guardaron silencio. Miraban al Palacio
cuando uno de ellos, un estudiante seguramente (por su juventud y sus lentes)
se paró frente a todos y en voz alta, exclamó: ¿Quién de ustedes morirá
primero?
Los manifestantes lo miraron, sorprendidos. El estudiante no esperó a
que le preguntasen a qué se refería y continuó:
- ¿Creyeron que el Palacio atendería a sus plegarias? ¿Se han sentado a
meditar porqué tienen que pedirle agua, en primera instancia?
Los Palacios son, en este país y en cualquier lugar del mundo, un circo
que funciona a base de ruido. Una vez que se establecen como el único engranaje
con el derecho y la capacidad de cambiar algo en la sociedad, es necesario
hacer ruido para mover sus piñones. Muchas veces “ruido” significa verter
sangre en las calles, como los monjes que se inmolan en Burma, o los que mueren
tras una huelga de hambre en Cuba. Otras veces es necesario unir las voces de
varios miles de hombres y hacer suficiente “ruido”.
No les sorprenda entonces que los Palacios regalen caramelos y shows de
magia, son consientes de su vulnerabilidad al “ruido” y les conviene un pueblo entretenido.
La oferta varía según el público, claro está, en otros países puede que se
utilice menos juegos pirotécnicos y más “Lets kill Osama”, pero en el fondo es
siempre un circo. A nosotros nos ha tocado vivir el circo latinoamericano: un
poco de tropicalismo, una buena dosis de anti-imperialismo, algo de indigenismo
y una pizca de ecologismo. El resultado es lo que se puede ver al otro lado de
la plaza.
- Por ahora, si quieren mover los piñones del Palacio y recibir el agua
que se les ha quitado, necesitan hacer ruido. Sin embargo, ya que no son miles
sus gargantas, deben derramar algo de sangre.
-Si lo hacen, les recomiendo que sea frente a las cámaras.
El estudiante se incorporó y se despidió alzando la mano. Imaginándose qué cuál hubiera sido la reacción de los manifestantes si efectivamente les hubiera dicho todo aquello, que ahora se desvanecía en la memoria de un delirio de furia, de esos que invaden la mente y luego se pierden dejando en su lugar una sonrisa. Se acomodó la boina y se puso su
abrigo, pues había comenzado a llover.
Por: Alejandro Veintimilla